lunes, abril 18, 2011

Me lo llevo!

Me traslado a Wordpress. Con lengua.

http://lasinnombre.wordpress.com

#85 extrasolar



No fue hasta seis meses más tarde que empecé a preocuparme por su ausencia. Es normal perder a alguien de vista un tiempo, indeterminado, cuando se gana la vida como cazarrecompensas. Había aceptado un encargo en Io, pero el tránsito por Júpiter es rápido en esta época del año. Me preocupó que lo cogiera pero el dinero nos vendría bien. Teníamos un plan. Siempre hay un plan. Siempre es un plan caro. Io es básicamente un lugar pacífico, excepto dónde no lo es. Es como el efecto rebote, ante el control extremo se plantea el caos absoluto. Por supuesto, él iba al epicentro de ese caos.

Aproveché un encargo en Ganímedes que apenas cubriría los gastos para ir juntos hasta Júpiter. El tiempo siempre pasa rápido en buena compañía. "Déjame algo para recordarte mientras estás lejos". El cachondo me dejó un par de moratones en el culo. Me acordé de él y de su madre en los días siguientes. Era parte de su encanto.

Mi tiempo estimado eran 10 días, que rematé en 5 para sacar el bono. Él estimaba un mes. Decidí tomármelo con calma y whisky.

El cabo de un mes seguí sin noticias. Lógico, la conexión era probablemente inexistente en e Io profundo. Dos meses. Tres. Cino. A los seis empecé buscándole en las redes. Debía haber algún rastro. Ni trazas.



Sé que ha habido un problema y me marcho hasta Io a buscarlo. Son tres meses más. No puede haber muerto porque no quiero que sea sí. Dos meses más en el epicentro, pero ésa es otra historia que te contaré cuando te encuentre. Lo importante es que ahora sé que estás en un sistema extrasolar. Voy por ti. Te veo pronto. No quiero esperar.


De aquí a cinco siglos, cuando vuelva a tocarte. Más te vale no estar muerto.

sábado, abril 16, 2011

83 - Mi cuerpo de la Tuerta


Enviado hace varios años por un amigo, que me pregunto por dónde está perdido.

Mi cuerpo de la tuerta
“El espíritu es un ojo”
Georges Bataille

La desorientación sexual me lleva hasta ahí. Tal vez esté más cerca de los travestidos que de los homosexuales. Pero eso tampoco sirve. Quisiera ser mujer, no travestido. No soy mujer, no hay forma. En algún punto me identifico con los otros que encuentro en el local. Son hombres, no hay más que vestimenta y actitudes femeninas. No hay seducción, solo identificación y sensación de grotesco. Mandíbulas cuadradas, nueces de adán, voces impostadas, acentos mas afeminados que los que corresponden a las mujeres, pantalones ajustados sobre un bulto entre las piernas. Me quiero ir de ese lugar. Solo consigo entristecerme todavía más. Me enfrento a los artificios ridículos de gente desesperada.

Quizá se muevan cómodos ahí adentro. Sobre todo los homosexuales. Pero también esos travestidos que se vanaglorian de las pijas que llevan entre las piernas. A mi me gusta mi pija, pero la sacrificaría con tal de transformarme en una mujer lograda. Quizá no haya gente desesperada en el interior del local. Quizá sea mi propia desesperación proyectada. Lo decido en seguida, ese no es mi camino. Me parece preferible hacer el papel del hombre, disfrutar lo que pueda de mi pija, y estar en contacto con cuerpos de mujer logrados. Aunque sea mirarlos, recorrerlos con la yema de los dedos, aplastarme contra ellos, siempre afuera y furioso por serme imposible entrar. Amo a las mujeres. Las mujeres me seducen. Las miro siempre que aparezcan. Las desnudo siempre que pueda. Me aplasto contra ellas y las muerdo hasta que me pidan que me detenga porque no soportan el dolor. Ya voy decidido a salir cuando la veo. Una mujer sola tomando un jugo de naranja en la barra del local. Evidentemente es una mujer, ojalá fuese un hombre. Si fuese un hombre habría esperanzas también para mí. Me quedo. La miro desde distancia prudencial. Hay razón para que ella esté ahí, pero yo la desconozco. Así que ando intrigado hasta que ella me mira mientras la miro, y me sonríe. Me mira con un solo ojo negro porque es tuerta. Los parpados hinchados del ojo que le falta me recuerdan los labios de una vagina. Me vienen ganas de cogerle la cara. Le sonrío de vuelta. Dos miradas y dos sonrisas. Me acerco a la barra y me detengo justo al lado. Nos saludamos, pido otro jugo de naranja para mí. Le escucho la voz y corroboro que se trata de una mujer. Mientras hablamos le miro el cuello. Largo y delgado. Recubierto de finísima lamina de piel casi translucida. Me vienen ganas de arrancarle un trozo de carne con los dientes. Lleva una cinta negra de terciopelo apretada sobre la base del pescuezo. Sigo con los ojos el borde del triangulo que forma la cinta con el escote del vestido. En el interior del triangulo hay esa porción del pecho. La tuerta es simpática. Continuamos con una conversación afable mientras me enfrento a las imágenes de su cuerpo. Ella sabe que la miro. No es idiota. Sigue mi mirada con su ojo negro. No hablamos de la visualización subterránea. No sé de qué hablamos. La tuerta tampoco sabe de qué hablamos. Lo cierto es que veinte minutos después estamos en la calle, caminando hacia algún lugar. No sé hacia adonde caminamos. Solo miro las piernas largas de la tuerta adelantándose alternativamente. Ella sí sabe hacia adonde caminamos. Desde las sandalias de taco alto hasta el borde del vestido corto. La tuerta me lleva y yo me dejo llevar.




La luz eléctrica es tenue. La tuerta me invita a sentarme en un sofá raído y me ofrece té. Yo me siento y asiento con la cabeza. La tuerta sale por una puerta azul. Debe haber ido a la cocina. Yo miro el ambiente con curiosidad de gato. La tuerta me habla entre el ruido de las tazas. Atrás mío, en el otro extremo de la habitación, hay algo que se parece a una camilla. Pero el otro extremo de la habitación está oscuro así que no puedo estar seguro. En frente mío, sobre la misma pared que la puerta azul, cuelgan montones de cuadritos pequeños. Imposible detenerme en cada una de las fotografías enmarcadas. Recorro las que más me llaman la atención. Una mujer alzando un látigo sobre un hombre acurrucado en el suelo, una mujer atada de pies y manos en el interior de una caja marrón, una mujer sosteniendo una cadena que se agarra al collar que rodea el cuello de otra mujer arrodillada a sus pies, la pierna de una mujer atada a la pata de una silla. La tuerta ya no habla. Solo escucho el ruido de las tazas. ¿Cuándo fue que dejó de hablar? Dos hombres desnudando por la fuerza a una mujer, una mujer arrodillada en el piso junto a un mingitorio abrazando una muñeca, una cadena saliendo a borbotones del interior de la boca pintada de una mujer, una mujer pelada con el cuerpo cubierto de barro en el interior de una bañera vacía, dos mujeres exactamente iguales besándose. Vuelve la tuerta con dos tazas de té chino sobre una bandeja. La apoya sobre la mesita y se sienta al lado mío. Ya no miro a la tuerta con los mismos ojos. La tuerta sabe que no la miro con los mismos ojos. No es idiota. Evidentemente el hecho de que yo haya esperado solo, frente a esa pared cubierta de esas imágenes, es el resultado de un cálculo. La tuerta me lleva y yo me dejo llevar. La tuerta espera a que yo tome el primer sorbo de la taza de té chino y hace lo mismo. Ahora me vuelve a hablar. No vuelve a esa conversación afable con la que me acompañó hasta hace un momento. Me hace dos preguntas. ¿Qué hacías metido en ese lugar en que te encontré? ¿Y entonces, por qué viniste con una mujer hasta su habitación? En cualquier otra situación me hubiesen incomodado esas preguntas. Pero en esa habitación bañada de luz tenue, frente a esas fotografías, habiendo sorbido el primer trago de té caliente con gusto a flores y frutos del bosque, escuchando eso que se desprende desde los labios carnosos de la tuerta, no me incomodan ni un poco sus preguntas. Respondo disertando acerca de mi desorientación sexual. La tuerta toma té y a medida que me voy haciendo entender, a medida que ella va entreviendo mis razones, sus labios comienzan a torcerse en el sentido de una sonrisa. Entiendo que le estoy diciendo lo que ella deseaba escuchar. Entiendo esa sonrisa porque las felices coincidencias no son frecuentes. Entiendo qué hacia ahí metida, como queso sobre trampa para ratones. No entiendo en que consiste la feliz coincidencia de la que soy participe. Tengo que esperar a terminar con mi propia disertación para escucharle esa propuesta absurda. A cambio de que yo la deje hacer conmigo lo que la plazca, ella promete darme el bendito cuerpo de mujer lograda. No le veo sentido. Es una propuesta absurda. Estoy convencido de que no hay forma. Además le tengo miedo a la tuerta. ¿Quién sabe que es lo que piensa hacer conmigo? Sin embargo, está la curiosidad y esa esperanza inclusive más absurda que la propuesta. La tuerta hace silencio, escudriñándome desde su ojito negro. Acepto. Instantáneamente, a la tuerta se le escapa una risa amplia. Me toma por el brazo y me arrastra hasta el otro extremo de la habitación. Efectivamente, eso que parecía ser una camilla es una camilla. Me pide que me desvista y yo me desvisto. Me pide que me tienda en la camilla mirando hacia abajo y yo me tiendo en la camilla mirando hacia abajo. Me pide que junte mis piernas y yo junto mis piernas. Me pide que junte mis brazos por detrás de la espalda y yo junto mis brazos por detrás de la espalda. Ahora siento que una soga se ajusta sobre mis tobillos y otra soga se ajusta sobre mis muñecas. Tengo las manos y las piernas bien atadas. Tengo todavía más miedo pero la esperanza absurda sigue intacta. Me pide que la ayude a darme vuelta sobre la camilla. No puedo hacer demasiado, pero intento acompañar la fuerza que ella hace empujando desde un lado. Ahora estoy tendido en la camilla, mirando el techo. Intento levantar la cabeza todo lo que puedo para ver lo que está haciendo la tuerta. La tuerta está pasando una soga alrededor de mi cuerpo y por debajo de la camilla. Comienza por los pies, le da unas cuantas vueltas, hasta que llega a la altura de los hombros. Siento que la soga se ajusta sobre mí y ya estoy completamente inmovilizado. Le pregunto qué es lo que va a hacer conmigo. Ella tiene la delicadeza de colocar una almohada debajo de mi cabeza. Vuelvo a preguntarle. La tuerta me acaricia muy suave en la mejilla y me dice con su voz de paz que no me preocupe por nada. Sigue sin responder a mi pregunta y yo ya sé que no lo va a hacer si vuelvo a preguntar. La veo acercarse a un escritorio y abrir un cajón. La veo meter su mano de dedos huesudos y largísimos en su interior. La veo extraer una tijera. Para mi sorpresa, en cuanto empuña la tijera entre los dedos huesudos y largísimos, tengo una erección. La tuerta se sonríe con el ojito negro apoyado sobre mi pija erecta. Se acerca a la camilla y se detiene al lado mío. Tengo muchísimo miedo. No es para menos. La situación es calamitosa. Ya no tengo forma de escapar. No hago nada para escapar. La erección señala que estoy disfrutando de algo que se desprende de esa imagen de una tuerta empuñando una tijera frente a mi cuerpo inmovilizado. Quisiera que el tiempo se detuviese justo en ese instante de placer que no entiendo. Tengo miedo de que continúe transcurriendo. No hay nada que hacer. La tuerta corta ambos breteles de su vestido. El vestido cae al suelo descubriendo el cuerpo absolutamente desnudo, absolutamente blanco, absolutamente lampiño. Es muy mujer, no hay duda. Recorro el cuerpo con la mirada. Desde las sandalias de taco alto hasta la cinta negra de terciopelo apretada sobre la base del pescuezo. Lo tiene hermoso. Quiero ser la tuerta, o en su defecto, aplastarme contra su cuerpo hasta que nos resulte insoportable. Apoya la tijera sobre una mesita alta. La miro montarse sobre la camilla y la siento apoyar los labios, todavía cerrados, de sus genitales, sobre la cabeza de mi pija. La tijera, sobre la mesita alta, está al alcance de su mano. Quiero que el tiempo se detenga y no quiero que el tiempo se detenga. La tuerta introduce, muy lentamente, mi erección en su interior. No quiero que el tiempo se detenga. Mi sexo está completamente desaparecido en el interior de su sexo. Pero los dos sentimos. Su pubis está bien apoyado sobre mi pubis. Que mi sexo está clavado en su sexo. La tuerta desata el nudo que sostiene la cinta negra de terciopelo por detrás de su cuello. Se mueve sobre mí. El terciopelo negro es suave. Se mueve sobre mí. El terciopelo negro es suave. Se mueve sobre mí. Sostiene con las manos de dedos huesudos y largísimos ambos extremos de la cinta que ahora rodea mi cuello. La tuerta me coge duro y la cinta se cierra cada vez más sobre la garganta. Le miro las tetas saltando sobre el pecho. Le miro los pezones duros. Quisiera morderle los pezones hasta hacerlos sangrar. No hay forma. A medida que ella se calienta y su sexo se hace agua, yo siento que aumenta la fuerza con la que tira de los extremos de la cinta. Cabeza colorada como ají morrón. Exceso de calor explotando mis mejillas. Necesidad de respirar a grandes bocanadas mezclada con gran dificultad para hacerlo. Principio de asfixia. Pija hinchadísima en el interior de concha babosísima. Estrangulamiento operado por manos de dedos huesudos y largísimos. Siento el placer como descargas eléctricas que calcinan mi medula espinal. Cortocircuito entre mi cerebro y el cuerpo cavernoso que llevo entre las piernas. Mis gritos ahogados por el terciopelo negro abrazándose al pescuezo. Cada vez siento mas distorsionado. La figura de la tuerta está fuera del foco. La veo entre manchas rojas que me pican los ojos. Los gritos de la tuerta se estiran como goma de mascar y golpean como martillazos. El cuerpo sudado de la tuerta pesa como un piano de cola. Siento el hormigueo en las cinco extremidades. La sangre… la sangre pasa a presión entre mi cuerpo y mi cabeza… la sangre cada vez pasa menos. Empiezo a perder la fuerza. Una exageración del borde anterior al orgasmo. La tuerta se parece a un monstruo desesperado. Siento que la fuerza con la que aprieta la cinta de terciopelo negro sobre mi cogote es sobrehumana. Me estoy muriendo. La odio. Le desgarraría el cuerpo con la tijera que está tan cerca y sin embargo no puedo alcanzar. La cogería por entre los parpados de la orbita vacía del ojo que le falta. Y el orgasmo definitivo. Soy inerte.

Estoy sudado, estoy relajado, estoy liviano, tengo babas entre las piernas y me duele el ojo izquierdo. Estoy montado sobre un cuerpo blando y quieto. Tengo un objeto de metal frío en mi mano izquierda. Veo la expresión contrahecha de mi cara dura. Veo mi cara salpicada de sangre. Veo la cinta negra de terciopelo enredada alrededor de mi cuello. Veo la orbita de mi ojo izquierdo vaciada de mi ojo izquierdo y transformada en un pozo rojo. Estoy montado sobre mi cadáver desnudo y siento la pija flácida y todavía caliente apoyada sobre las babas que llevo entre las piernas. El espanto me hace recular. Dejo caer la tijera. Cuando reculo no logro apoyarme firme en los bordes de la camilla y voy a parar al piso. Me doy un fuerte golpe en las costillas. Grito el dolor pero no escucho mi voz sino la de la tuerta. No soy la tuerta. Veo desde mis dos ojos. No soy la tuerta. Esto es una pesadilla. No soy la tuerta. Esto no puede ser una pesadilla. No soy la tuerta. Las pesadillas se acaban justo antes de que el soñante se enfrente al espectáculo de su propio cadáver. ¿Y adónde está la tuerta? ¿Y adónde estoy? Me miro el cuerpo. No el mío sobre la camilla. Sino el que llevo puesto. Veo las tetas de la tuerta, las manos de dedos huesudos y largísimos de la tuerta, el pubis lampiño de la tuerta, las piernas largas de la tuerta. Soy la tuerta. No soy la tuerta. Veo desde mis dos ojos. El espanto deja paso a la fascinación. Me toco el cuerpo de la tuerta con la yema de los dedos largísimos y huesudos. Me río con la risa de la tuerta. Me río tendido en el suelo junto a mi cadáver. Me río de felicidad idiota. Cuando me río me duelen las costillas. Estoy caliente solo por el hecho de ser mujer y tenerme para mí. Amo a la tuerta. ¿Y adónde está la tuerta? Quiero levantarme pero cuando lo intento voy a parar otra vez al suelo. Voy a tener que aprender a caminar con las sandalias de taco alto. Voy a tener que aprender tantas cosas. Soy como un bebe habitando el cuerpo de una mujer adulta. Vuelvo a intentar levantarme. Ésta vez con mucho más cuidado. Me ayudo sosteniéndome del borde de la camilla. Los primeros pasos me parecen tan difíciles como caminar sobre zancos. Tengo que verme la cara. No la del pozo rojo y la cinta negra de terciopelo enredada alrededor del cuello. La cara que llevo puesta. En la pared más cercana a la camilla hay una puerta verde. Debe ser la puerta del baño. Me acerco despacio, tambaleando sobre los tacos, sintiendo el peso de las tetas sobre el pecho, el movimiento de la cadera demasiado vertebrada y un agujero baboso entre las piernas. Abro la puerta verde y entro en el baño. Hay un espejo. No soy yo el que se refleja en el espejo. Ahí está la tuerta. Pero no es la tuerta. Veo desde los dos ojos. Veo la cara de la tuerta que ya no está tuerta. Tiene su ojito negro del lado derecho y un ojo verde, todavía irritado, del lado izquierdo. Me reconozco en ese ojo. Soy ese ojo arrancado a mi cadáver. Acerco la cara al espejo y el reflejo de la tuerta que ya no es tuerta se acerca. Soy la tuerta que ya no es tuerta. Beso el espejo. Beso en la boca a la tuerta que ya no es tuerta. Beso un vidrio frío. Estoy caliente solo por haber visto en el espejo mi cara de mujer. Me siento sobre el inodoro. Apoyo la yema de los dedos largísimos y huesudos sobre mis genitales. Si, ahora esos son mis genitales. Los miro con el ojo negro y el ojo verde. Los miro abrirse entre mis dedos. Están hechos de carne rosa y negra. Todavía están embadurnados de mi baba blanca y su baba transparente, de mi baba blanca y mi baba transparente. Exploro los bordes y el interior. Son blandos. Son elásticos. Son muy sensibles. Los dedos se quedan pegados entre la baba. Los dedos no quieren despegarse. Se siente muy rico. La punta de las tetas se endurece. Me estoy masturbando. Me quedaría sentado sobre la tapa de ese inodoro, tocándome entre las piernas, toda la vida. Me gusto demasiado. Diosa me perdone por revelar que el orgasmo femenino es inconmensurablemente más placentero que el orgasmo masculino. Tiemblo como un pollito mojado. Cuando acabo, una emoción desconocida me embarga el cuerpo, me abre al mundo como si hubiese solución de continuidad entre nosotros. Por un instante ya no sé quién soy pero soy el mundo. ¿Cuánto tiempo me quedo inmóvil sobre el inodoro y recuperándome de la conmoción?
Incluso creo haberme quedado dormido. Me siento demasiado bien. Me doy un baño caliente. En el botiquín están las pinturas. Me pinto los labios y los ojos como puedo. Tardo demasiado pero el resultado termina por ser aceptable. Me unto un perfume que emana ese olor que le sentí a la tuerta mientras tomábamos jugo de naranja. Salgo del baño. Ahí está mi cadáver. No sé que voy a hacer con él. Por el momento ignoro su presencia. No es tiempo de preocuparme por cuestiones administrativas. Abro un armario. Adentro está su ropa. Me la pruebo. La tela se siente bonita sobre el cuerpo. Elijo unas bragas y un sostén blancos a lunares: celeste, rojo, violeta y rosa. Elijo una pollera a rayas horizontales: rojo, blanco, rojo, negro, rojo, blanco, rojo, negro. Elijo una remera blanca con escote. Cuelgo de mi hombro la cartera de cuero llena de los objetos de la tuerta.

Es de día. El cielo está velado de nubes. No puedo saber la hora. No sé en que lugar de la ciudad estoy. Camino soportando el dolor de pies que me causan las sandalias de taco alto. Camino entre gente extraña. La mayor parte de los hombres me mira. No puedo dejar de pensar que desean cogerme. Miro a la mayor parte de las mujeres. No puedo dejar de pensar que deseo cogerlas. Me calienta que los hombres me miren cuando soy una mujer. Me calienta mirar a las mujeres cuando soy una mujer. No sé adonde voy. No tengo adonde ir. No quiero volver adonde mi familia, mis amigos y mis amantes para explicarles la extraña aventura. Los voy a extrañar. Pero no son mi familia, no son mis amigos y no son mis amantes. No quiero ser un hombre en el cuerpo de una mujer. Desde ahora eso es un secreto entre la tuerta y yo. Entonces mi familia, mis amigos y mis amantes, son la familia, los amigos y los amantes de la tuerta. ¿Pero quiénes son y adónde están? Recién la tercera vez que suena el teléfono me doy cuenta que es un móvil que llevo en la cartera. Lo atiendo. Evidentemente me llamo [Omito mi nombre], porque así me llama el tipo de voz ronca que me habla por el audífono del aparato. Me pregunta adónde estoy metida. Me recuerda que hace media hora que me espera un cliente. Me da escalofrío esa primera vez que me nombran mujer. No hay pesadilla, estoy profundamente enquistado en la carne de una tal [Omito mi nombre] que es mi tuerta. El tipo está enojado. Le digo que me disculpe, que ando con retraso, que llego pronto. Pero no tengo idea de adónde tengo que ir ni de qué es lo que tengo que hacer con ese cliente. Cuelgo el teléfono y me siento en el primer escalón de una iglesia. Es una extraordinaria iglesia gótica pero no le presto atención. Rebusco en el interior de la cartera. Tiene que haber alguna manera de llegar al lugar al que la tuerta tendría que llegar y yo quiero llegar. Pienso que esa es la puerta de entrada. Adentro de la cartera hay lápiz de labios, tampones, un espejito pequeño y otro montón de cosas. En el fondo de ese nido de ratas hay un sobre. Quizá sea parte de los cálculos de la tuerta. Quizá sea para mí. Lo abro. Adentro hay un pedazo de papel arrugado. Lleva una dirección escrita en tinta roja. La memorizo, me levanto del escalón y pregunto al primer transeúnte que me cruzo como llegar hasta ahí. El muchacho ronda los treinta años, es alto y flaco, lleva abundante pelo y barba. Me explica mientras me mira entre las tetas. Por suerte no estoy muy lejos del lugar. Está siendo demasiado amable conmigo. Tengo esta sensación de poder hacer con él lo que quiera. Es bastante bien parecido. Después de indicarme me invita a tomar café. Estoy seguro que me quiere coger, se le ve en los ojos que le arden. Quién sabe, si no estuviese apurado por llegar a ese lugar, quizá aceptaría la invitación. Le agradezco y le explico que estoy apurada. Me pide mi número de teléfono. Quién sabe, si supiese mi número de teléfono, quizá se lo daría. Le digo que estoy sin teléfono, me doy la vuelta, y comienzo a caminar. Sigo las indicaciones. Son solo unas cuadras y ni siquiera sé si estoy yendo adonde la tuerta tendría que ir y yo quiero ir. Llego a la puerta del edificio. Apoyo un dedo largísimo y huesudo sobre el timbre. Un minuto después suena la chicharra y yo empujo la puerta. Arriba, en el departamento, me espera el tipo de voz ronca. Es peludo, tiene una gran barriga y le faltan dos dientes. Cuando paso por la puerta me da una fuerte palmada en el culo, me dice que me apure y que no me piensa pagar lo que corresponde a ese primer cliente. Es desagradable, rocía saliva cuando habla y me parece que significo poco más que un animal para él. Me encuentro en un pequeño hall iluminado con luz eléctrica roja. Hay un sillón desvencijado, un espejo sucio, un macetero con flores de plástico y cuarto puertas cerradas. De cada una de las puertas cuelga un trozo de papel escrito en tinta roja. En la primera hay un numero uno, en la segunda un numero dos, en la tercera un numero tres, en la cuarta dice prohibido el acceso. Yo estoy parado en el centro del hall sin saber demasiado bien que hacer. Escucho los gritos de placeres fingidos de una mujer. Escucho los gritos de satisfacciones auténticas de un hombre. Sin duda provienen de la tercera habitación. La voz ronca me llama puta sucia, me dice que el cliente me espera en la primera habitación y me ordena que me prepare rápido. Así que estoy metido entre la familia, los amigos y los amantes de la tuerta. El tipo de la voz ronca me da miedo. Intento cumplir las órdenes. Abro la puerta con el cartel de prohibido el acceso. Entro en lo que solía ser una cocina. Dos mujeres apenas vestidas con ropa interior, toman mate y hablan. Me saludan sin prestarme atención. Nadie nota que ya no soy tuerta porque a nadie le importa. Dejo la cartera sobre una silla. Mientras me saco la pollera de rayas horizontales y la remera blanca escotada escucho un fragmento de la conversación. Hablan acerca de un viejo al que apenas se le para y usa un torniquete, improvisado con el cordón de un zapato, para sostener la erección. Se ríen a expensas de los casi inútiles esfuerzos del cliente. Salgo de bambalinas en seguida. Llevo puestas las sandalias de taco alto, las bragas y el sostén a lunares. El tipo de la voz ronca no está vigilando. Antes de entrar en la primera habitación me detengo un momento en el hall bajo la luz eléctrica roja. Quién sabe que me espera del otro lado de la puerta. En todo caso, no me importa. Pienso en las consecuencias de las babas blancas y las babas transparentes sobre mis genitales. Sonrío. No me importa quién sea ese hombre anónimo al que llaman cliente y que dentro de un momento va a desvirgarme. Amo a la tuerta. ¿Y adónde está la tuerta? No me importa quién sea ese hombre anónimo siempre y cuando me coja y yo sienta placer sobre la superficie de mi cuerpo de la tuerta. Abro la puerta.



viernes, abril 15, 2011

82 - No hay huevos

#81 - También

Que me guste o no que me aten depende del quién, del cómo y del cuándo. Es una tendencia muy masculina, muy visual, querer atar en cruz. Dura poco, pronto se dan cuenta de lo poco útil que es, de la falta de repertorio que ofrece. Sota, caballo y rey. Como la cocina de diseño: concepto interesante, pero te quedas con hambre. Pocas variables.


Quería alguien que no conociera y eliminar más variables. Cuántas más hay, mayor probabilidad de desastre. Decidimos eliminar el hablarnos en búsqueda de una fórmula malvada, traviesa y algo bruta. Quizá no hablar sea algo cómodo y sea un error. Dejarse llevar un tanto por el instinto de ser la Tuerta un rato.

Buscamos un no-lugar donde no ser personas en silencio. Lo mejor de los no-lugares es que nunca hacen preguntas y siempre he odiado escuchar mentiras. Se le ocurre darme un beso por no decir algo, pero no lo hace. Enciendo un cigarro para ocuparme la boca y pienso en poner música. Miro el móvil de refilón y repaso mentalmente la música que lleva. No encaja. Me apetece Dead can Dance. Me da un tirón Ben Harper, no sé bien por qué. Este sitio es un antro, como una pesadilla sobre una nochevieja fallida.

Se coloca tras mío, desabrochándome la ropa. El silencio me aleja y me quedo mirando en el espejo cómo me desnuda. Me resisto a tirar el cigarro, sería como admitir que algo está pasando y yo soy la del espejo que mira cómo lo único que le queda por quitarme son el tanga y los tacones. Me preocupa más no saber dónde tirar la ceniza que el paradero del sujetador. No debería haberme dejado los tacones, me molesta sentirme más alta. Me gusta su respiración en la nuca. Creo que me gustan sus manos. Vuelvo a ser el reflejo cuando veo que nos miramos en él. Él tampoco está aquí, sino al otro lado del espejo. ¿Se puede follar siendo una no-persona en un no-lugar? ¿Eres realmente voyeur cuando es a ti mismo al que observas? Cuéntamelo. Temo que algo me toque demasiado si dejo de ser mi reflejo y estoy realmente aquí. Se me hacen más verdes los ojos cuando coge cuerda de algún espacio recóndito y me ata las manos a la espalda. Es incómodo y quiero empezar algún tipo de charla trascendente. Reírme de lo absurdo de la situación. Nada útil, sólo por hacer ruido.

Interrumpe mi conversación imaginaria tirando de la cuerda hacia abajo. Me quedo de rodillas en el suelo. Se baja la bragueta. Me lo imagino. Esto sé por dónde va, me han contado la historia antes. La tiene dura y me la acerco a la boca. Es, realmente, decepcionante la carencia imaginativa. Se me ocurre gritar alguna absurdez hasta que acabemos los dos en comisaría. Por el camino se me puede ocurrir algo que justifique la situación. Se acerca a mi boca. ¿Y si muerdo? Se retira y cierra la bragueta otra vez. Quizá me lea la mente.

Tira de la cuerda y me lleva hasta la mesa. ¿Y si no puede conmigo? Acabaríamos en comisaría de nuevo. Quizá sea buena idea y ésta haya sido la mala. ¿Quién es el señor de esta polla de todas formas?

Con las manos atadas, juntas, sobre la cabeza y a las patas de la mesa, la cabeza me cuelga un tanto. Me deja sin tanga, lo sigo viendo en el espejo. Lo mejor es que no cortan para los anuncios. Pasa los dedos por mi ombligo. Juega con el piercing y tira un momento de él. Recorre el espacio entre él y mis pezones. Escupe en uno de ellos. Lo lame. Lo muerde. Me río. Esto me interesa. Los mordiscos nos interesan, sí.

Se aleja apenas dos pasos para observar y me quiero reír otra vez. Abre la botella y bebe. Se acerca para dejar caer unas gotas entre mis piernas. Me relamo indicándole con un gesto la botella. Comparte, querido. "¿Quieres?", me pregunta y por fin oigo su voz. Le asiento. Fue un error. Me llena la boca de whisky y tapa la nariz. Me atraganto. Le da igual, lo repite dos veces más. Fue una mala idea. Me ofrece el cigarro, pero casi mejor no jugamos más. No aceptes regalos de desconocidos. Sabio, y yo tan idiota.

Se quita los pantalones. Se quita lo demás. Me gusta cómo se mueve. Acerca su polla a mi cara y la arrastra por mis labios. La muerdo. Me da un bofetón. Se aleja. Ahora sí que me río. Escuece, pero me río.

Quizá ahora se le ha ocurrido a él lo de comisaría y me mete las bragas en la boca. Algo harían. al menos no es idiota y eso es un consuelo.






jueves, abril 14, 2011

#80

Me apetece, terriblemente en estos momentos, que me folle alguien que no conozca.

Post-estructuralismo

Fue al segundo trago del tercer whisky (sin hielo, yo ya soy lo bastante fría) que me di cuenta. Me di cuenta cuando miré a mi alrededor neblinoso, a mis esquinas oscuras. Los tacones, quizá dos centímetros demasiado altos. La cintura, cuatro demasiado estrecha. La sensación de extrañamiento, de inadecuaciación por exceso (de piernas, de pechos, de sed).

Me di cuenta porque noté, como noto otras veces, que las sombras retroceden cuando llegas y me miras. Es por eso que lo sé. Sé que sólo existo cuando me lees, desde entre mis piernas a la punta de las pestañas y es tu presencia toda carne la que hace de mí algo más que una sombra. Soy lo que me lees pero también soy lo que quiero que me leas.

Creo que es por eso que tengo sed todo el tiempo. Si te digo la verdad, tampoco disfruto de los tacones. Me molestan al andar y me siento demasiado alta, así que deben ser porque tú los quieres. Me siento más yo mientras miras cómo me quito la ropa, hoy más despacio que ayer, siempre entrelíneas. Te lo explico constantemente pero no sé si me escuchas. Cuando lo hagas, quizá me toques como llevo esperando todos estas horas perdidas. Depende del quién, depende del cómo, pero siempre eres tú. Me estremezco pensando en que me ates, mientras lo hagas no te alejarás de mí. Mientra me muerdes soy la que te retiene porque no quiero volver a ser un fantasma sin cuerpo. Me pone que me leas y que me crees contigo. No quiero ser un concepto mientras nos masturbamos lejos, recordando cómo podrías resbalarte por mí.

Esto es un texto abierto que quiere ser una historia, pero necesito que tú también me hables.

Buscando ideas follestibles

- Y si rodamos alguna entrada?

- Venga.
- Era ironía, pero vale, ¿cuál elegirías?

Se buscan ideas (follestibles)

Oh qué bonito

* * *

  • cada vez soy menos humano, creo
  • de todos modos, odiar es un verbo muy fuerte
  • yo no vivo con odio
  • es sólo que la gente no me gusta
  • en general
  • hay excepciones
  • pero no me gusta lo que veo en la mayoría de las personas con las que tengo trato
  • contigo es distinto
  • tú eres un bonito témpano de hielo
* * *

viernes, febrero 04, 2011

No sé cuántos

Hay gente que, bajo estrés, comen de forma compulsiva. Otros utilizan drogas, estimulantes, tranquilizantes, alcohol, pegan al vecino, gritan en el fútbol o se cortan las venas. Yo soy mucho más primaria y levemente retorcida y, sencillamente, me apetece sexo. Es como un viaje a los imposibles universos posibles junto a viejos favoritos. Es entonces y casi siempre sólo entonces, que son mis fantasmas lo que más me ponen.