domingo, enero 31, 2010

#66

Cuando llegué tuve la sensación de que no era el momento ni el lugar. Era demasiado tarde para echarse atrás. Había conducido todo el día hasta el lugar donde habíamos quedado y sabía que aún quedaba un trecho más hasta nuestro destino. Hubiera podido dar media vuelta en cualquier momento, excepto después de aparcar, subir a su coche y marcharme con él.


Era más bajito de lo que me esperaba, pero no estaba mal. Empecé a dar conversación, supongo que por nervios.
- Al final no fue tan difícil encontrar esto. Espero no haberte hecho esperar mucho. Te hubiera llamado para avisarte pero tu móvil estaba apagado y tú tampoco llamaste así que no sabía cómo contactarte para decírtelo.
- No te preocupes. - Su sonrisa parecía sincera. - Merece la pena esperarte.

Me río porque no sé qué decir. Busco música entre las emisoras de la radio.
- Si no estás segura de esto aún podemos parar. - Sigo cambiando emisoras unos momentos hasta que apago la radio por completo. Empieza a llover.
- No, no... sí estoy segura.
- Bueno... Eso tendremos que averiguarlo poco a poco. Aún no sé si quiero quedarme contigo.
- No, claro, ni yo contigo. No nos conocemos...
- Si no tienes eso claro, te llevaré de vuelta al coche. - Paró el coche en la carretera. - ¿Qué hacemos? ¿Te llevo o te quedas?

Me quedé callada, escuchando el sonido del limpiaparabrisas. Esto era otra de mis ideas estúpidas, marcharme con un desconocido y querer que me tratara como si fuera suya. Me daba morbo pensarlo pero aquí y ahora ya no lo veía tan claro. Se acercó hacia mí y me giró la cara, cogiéndome por la barbilla. No apartó la mirada de mis ojos.
- Eres una mujer inteligente, interesante y preciosa. Nada me haría más feliz que tenerte conmigo. Me gustaría que fueras mía, pero sólo si es lo que tú quieres.

Asentí.
- Quiero que lo digas.
- Quiero ser tuya.
- Quieres que sea tu dueño y que cada parte de ti me pertenezca, para hacer contigo lo que me plazca. - Asentí. - Dilo.

Me quedé en blanco. Me sentí mal diciendo eso. Aparté la mirada y lo dije en voz baja y queda, mirando al suelo.
- Muy bien, entonces nos vamos.

Arrancó el coche y siguió conduciendo.
- Antes de llegar tengo que explicarte mis normas. Te vas a quedar conmigo hasta que decida si me quiero quedar contigo o no. Intentaremos que quede claro durante el fin de semana para que puedas volver el Lunes al trabajo, pero si no lo está, te quedarás igualmente. ¿Está claro?

Asentí.
- Tu primera prioridad, siempre, será complacerme. Lo que no me complazca tendrá un precio. - Asentí de nuevo. - Partes de cero. No eres nada, no vales nada, no mereces nada. Eres una zorra estúpida que me está haciendo perder el tiempo porque no está a la altura. Sólo tienes fantasías de ama de casa aburrida en la cabeza. Te sientes vieja y quieres nuevas aventuras, pero no tienes coraje para seguir con esto hasta el final.

Estuve a punto de indignarme, pero sabía que tenía razón. Me fascinaba el tono de absoluta calma con el que me hablaba.
- Bien. Para empezar, no mereces tener nombre. Eres una zorra y punto. No tienes derecho a hablar sin permiso. No tienes derecho a la intimidad, eso incluye la ropa.

Asentí despacio.
- Si me entitendes, ¿a qué esperas?
- Sí, perdón...

Me quité el jersey y seguí con los zapatos. Él seguía mirando la carretera sin prestarme atención. En unos segundos me quedé sólo con el tanga y el sujetador.
- Eso es ropa.
- Pero...
- No tienes permiso para hablar. Pasará por ser la primera vez. Quítatelo y punto.

Esto no tenía gracia. Podían pasar otros coches y vernos. Podía pararnos la policía y encontarme desnuda dentro.
- Decídete, pero si no lo haces te llevaré de vuelta.

Me los quité. Lo único que dijo fue que no le mojara el asiento. Me subieron los colores. Efectivamente, podría pasar.
- Para empezar, a una zorra como tú sólo le follo la boca. Cualquier otra cosa te la tendrás que ganar. - Silencio. - Empieza ahora.

Me incliné hacia él y le desabroché los pantalones. Era demasiado consciente de ir desnuda como para estar cómoda. Se la saqué despacio, acariciando la punta y recorriéndola con la mano. Tenía la boca seca y empecé lamiéndosela de arriba a abajo. Me temblaban las piernas. Me la puse en la boca, sólo lo justo para rodearla con los labios mientras la recorría con las manos. Casi vomito cuando me empujó de golpe la cabeza hacia abajo, obligandome a encajarla toda de golpe, golpeándome la garganta. Intenté sacármela, levantarme, pero me sujetaba la cabeza firmemente por el pelo. No me dejaba más opción que seguir su ritmo, casi ahogándome con ella. Iba despacio, despacio, despacio... Noto como mi baba le cae. Poco a poco mi garganta se fue adaptando y él empezó a moverme la cabeza más rápido, sin darme un momento de respiro.

Quedaban varios kilómetros hasta llegar. No me permitió sacarla de la boca ni una sola vez.

lunes, enero 25, 2010

#65 My new faith

domingo, enero 24, 2010

#64

Dicen las malas lenguas que la culpa de todos los males del Occidente cristiano no son de la serpiente, ni tan siquiera de Eva, sino de Disney. Disney nos ha enseñado que debemos aspirar a ser princesas y esperar, pacientes, yacentes, a nuestro príncipe, quien nos rescatará de esta mundana nada que nos rodea. Nos enseña que vivimos un sueño del cual él nos despertará, una esclavitud de la que nos rescatará, un terrible horror que sólo él puede combatir.


El príncipe aparece, y se llama Joaquín, Manolo o Ramón y no puede rescatarnos. Nosotras nos sentimos frustradas y ellos castrados. Jamás serán el príncipe azul del cuento, no pueden matar a ningún dragón, no pueden ni salvarse a sí mismos, menos aún a nosotras.

Antes de Disney hubieron otros. Siempre hubieron otros antes. Andrómeda fue encadenada a una roca para salvar a su país después de que los actos de su madre, Cassiopea, amenazaran con llevarlo a la ruina. Osó decir que era más bella que las Nereidas, hijas de Nereo, compañero de Poseidón. Para castigar su arrogancia, Poseidón, hermano de Zeus, mandó al mónstruo Cretus para sembrar el terror las costas de Ethiopia. Los oráculos profetizaron que la única forma de calmar su sed de venganza sería encadenar a la hija virgen del Rey, Andrómeda, en una roca en la costa de Jaffa.

Continúa contando Ovidio que cuando Cretus se aproximaba, relamiéndose, Perseo sobrevoló el cielo. Volvía de matar a la gorgona Medusa y, aproximándose el momento de la paz del guerrero, en que ha de buscar su recompensa carnal, éste vio a Andrómeda y se enamoró. Perseo rescató a Andrómeda y se casó con ella, a pesar de que estuviera prometida a su tío, quien acabó convertido en piedra tras mirar a los ojos a Medusa.

Y que cada quién elija qué origen de sus fantasías de dominación y sumisión prefiere.

#63


Hace unos meses conocí a un cliente barra jefe potencial. Es uno de esos hombres que saben que ha sido rematadamente atractivo y que quién tuvo, retuvo. Todavía le queda para repartir a sus casi cincuenta años.

Me llamó ayer. Tiene un proyecto nuevo. Dos meses, fuera de España. El trabajo es mío si lo quiero. Lo único que tengo que hacer es follarme al jefe. Me pregunto cómo. Cuánto tiempo. Cuántas veces. Cuándo.

Hubiera sido más sencillo invitarme a cenar, pero esto me da más morbo.


sábado, enero 23, 2010

Suspiro. Gimo. Me retuerzo y le araño la espalda. No quiero que escape.


Le follo como en un ritual. Llamo a los demonios de sus abismos para que me asistan. Le araño para lamer su sangre y que se haga parte de mí. Cada vez que se corre dentro y gotea por mis piernas es un poco más mío. Sus demonios me ayudan, le desgarran el corazón, le corren las entrañas, se la ponen dura cada vez que me huele en su almohada, le martirizaron con mis ojos cada vez que intentó traer a otra.

Le hago daño y quiero que me lo haga. Es el precio que piden los demonios, suyo y míos, para divertirse con nosotros y dejar que me lo quede. Gimo metiéndomela hasta el fondo, saliendo despacio, recorriéndola. Grito cuando embiste hasta el fondo. Le muerdo la boca y sabe a mí.

Sé que funciona porque le noto fluir. Me atrapa. Me posee y sé que, aunque ahora sea mío, yo tampoco podré huir.

Añonuevo

Me miraba con recelo, tanto como yo a él. Todos tenemos miedo, me repetía como un mantra. Todos tememos perder lo que no es nuestro.

- Aléjate de mí. No quiero que me toques. No quiero que me mires. No quiero que me hables. No quiero que me quieras.

Se levantó de la cama y volvió con un paquete de tabaco. Le robé el primer cigarro. Me lo encendió sin decir nada. Creo que estaba ya cansado de que le quisiera sin quererle y le dejara de querer los días impares para echarle de menos los pares.

- Dormiré en el sofá. - Se levantó despacio, con el cenicero en la mano. Lo pensó un momento y lo dejó a mi lado.

- Llévate una almohada al menos.

Se acercó por ella.
- No es sólo que esto sea un desastre sin sentido. No es sólo que no pueda perdonarte. Teníamos un problema de cama que no te comenté.

Alzó una ceja. Me pone horrores cuando alza la ceja.
- Bien... dime.

Me quedé callada como me había quedado callada durante todo el tiempo anterior. Tardé un tiempo en ordenar en mi cabeza las imágenes de lo que me hubiera gustado que fuera pero no fue.
- Me gustan los hombres dominantes en la cama.

Se volvió a sentar a mi lado, callado, esperando.
- No sé cómo explicártelo... me gusta que lleven la iniciativa, que me aten, que me azoten, que me abofeteen...

Apagó el cigarro despacio. Yo esperaba su reacción de espanto.
- Nunca hice nada de eso contigo porque pensé que no te gustaba, - dijo, sencillamente.
- ¿Cómo dices?
- Solía hacer eso con las mujeres con las que me acostaba. Tú eras diferente. No quería estropearlo.
- ¿Sabes atar?

Asintió y procedió a demostrarlo.