miércoles, diciembre 09, 2009

9dic09


Rodábamos alguna tontería en mitad del desierto cuando nos conocimos. Él estaba muy ocupado siendo un actor barra modelo internacionalmente conocido y yo estaba muy ocupada siendo una joven mujer independiente y profesional que no se puede dignar a sentirse mínimaente atraída por ninguno de los doce caballeros con los que contábamos. Hay una teoría que dice que a las tías buenas, a las realmente buenas, las retienen todo el año en sótanos oscuros y sólo las sueltan por nochevieja y festejos similares. Si existe un equivalente masculino, los habían soltado en nuestro rodaje. Con la dignidad por delante, decidí que podía resistir la tentación. No contaba con el hecho de que ya no es que hubiera una docena completa de hombres perfectos a mi alrededor, es que encima se dignaban a hablarme. No tan sólo me hablaban, es que sólo éramos dos mujeres en ese rodaje. Dos meses. En mitad del desierto. Dos mujeres. Yo era una. Eran todos tan amables...

Pero yo era profesional, independiente, fuerte y capaz de masturbarme incansablemente pensando en ellos. Follar de verdad es para gente sin imaginación.

A veces creo que soy imbécil.

Un mes después llegó el decimotercero. Su único encanto no era tenerla terriblemente gorda. Es más probable que no tuviera un único encanto. Nos dirigimos completamente borrachos en el bar del hotel después de la jornada bajo el sol. Habíamos pasado el día mirándonos de reojo, ni nos dimos la hora ni apenas los buenos días. No tengo tiempo para modelos barra actores de ojos grises. Él tuvo tiempo para hacer media docena de fotos de mi culo.

Esa noche me contó sus aventuras de hace veinte años, cuando tenía mi edad, y yo le conté que tenía aftersun junto a mi cama y que tenía pinta de haberse quemado. Era mi sacrosanto deber salvar el rodaje del día siguiente, arrastrándole hasta allí.

Por alguna razón, parte del proceso de salvar el mundo implicaba quitarme las bragas, morderme entre las piernas y empujarme contra la pared. Yo le decía que no mientras me reía y él me decía que de acuerdo, retorciéndome un pezón y metiéndomela. Le decía que no con menos convicción, quitándome el sujetador y me preguntaba si de verdad quería que parase, mordiéndome la oreja.

Su único encanto no era tenerla terriblemente gorda. Es más probable que no tuviera un único encanto. Su principal encanto era, quizás, el marcharse por las mañanas antes de que yo me levantara y jamás dejarse un condón tirado en el suelo de la habitación. La felicidad está tanto en los pequeños placeres como en evitar las pequeñas incomodidades.

No le dirigí la palabra en los siguientes días. Me preguntó en un pasillo si me había molestado algo. El siguiente fin de semana, cuando volví a emborracharme como si fuera a acabarse el alcohol, le desperté a las seis de la mañana, cuando no se acabó el alcohol pero sí el turno del camarero majo, para explicárselo. Nos lo explicamos a lo largo de las noches de las semanas siguientes.

Cuando se acabó el desierto, se acabó él también. Ahora dice que deberíamos puntualizar algunas cosas y volvió a Madrid a hacérmelo saber, por lo que tuvimos que ir a buscar unos metros de cuerda de algodón de 8mm y esta noche, veremos qué me dirá.