martes, junio 17, 2008

#56


Cuando llegaba a su casa, lo primero que hacía siempre, antes de tomar un café o encender un cigarro, era quitarme los tacones. Hablábamos del día, de la semana y me gustaba cómo me miraba, de arriba a abajo. Cuando me miraba, empezaba siempre por los pies y cuando me había mirado demasiado y me temía que intentara algo, me terminaba el café y me marchaba.

Me gustan los zapatos horteras. Rosas, con tacón alto. Con una flor. Con brillantes. Los compro en Montera, en la parte más cercana a Sol. Estos son mis favoritos ahora mismo. En una semana cambiaré de opinión. De hecho, quiero otros negros de tacón alto que vi... En fin. Qué mundano.

Era Lunes, recuerdo que era Lunes porque estaba de un humor terrible. Entré en su casa maldiciendo y perjurando, invocando a los demonios de los siete infiernos. Cálmate, me dijo, relájate, tómate un té, siéntate, yo te lo traigo. Trajo té mientras seguía llamando por su nombre de pila a las bestias del averno. Que te estés quieta, que pares, que relajes pequeña. Siempre me llama pequeña como si estuviéramos en una película de detectives de los años '50. Quítate las medias. Me quité las medias. Túmbate. Pon los pies aquí encima. Lo hice mientras seguía maldiciendo el nombre de mi exmarido, deseándole que se le pudrieran las entrañas, cayeran
 los ojos, los comieran los cuervos, los vomitaran en su cara. Seguía hablando, tumbada en el sofá, mientras me masajeaba los pies. Los recorría despacio y subía la mano por los tobillos. Un masaje en los pies puede ser lo más parecido a un orgasmo. 

Me besó, muy solemnemente, el tobillo izquierdo y, muy mundanamente, le di con el pie en la cara y creo que, por un momento, hubo telepatía y supo que no era el lugar ni el momento. Pero siguió masajeando mis pies y subiendo la mano por los tobillos hasta llegar a los muslos. Y ya no maldecía ni repetía el nombre de, ¿de quién era? Simplemente alguien me tocaba y me hacía sentir bien. Hazme sentir bien. Por favor. Y esta vez besó el interior de mi muslo izquierdo, y no dije ni pensé nada. Él no dijo pero sí pensó algo, y su mano se perdió entre mis faldas y su boca recorrió el resto de mis piernas y, en resumidas cuentas, el té se quedó frío, pero nada más.

#55

Y yo también lo he pensado alguna vez, en alguna noche de frío. Quién no lo ha pensado alguna vez bajo las sábanas. Alguna vez, de entre tantas, has tenido que masturbarte pensando en tus fantasmas. Pensando que te folla alguien que te odia tanto como te odias tú que te mira como tú te ves: pequeña, horrible, desdentada, consentida, con el alma podrida desde los pies.


Mis fantasmas son viejos y gordos, han comido mucho y bien. La tienen pequeña y resentida, como los cobardes. Hace ya bastante que se les empezó a caer el pelo, como sin gracia, sin dignidad, con esa sonrisa estudiada de alguien que nunca ha sonreído. Si estuvierean casados se quitarían la ropa a oscuras para que nadie les viera. Después de follarse a su mujer se masturban encerrados en el baño. Como si fuera un pecado.

Las noches que no duermo se me acercan, me acechan, con las barrigas colgando, empezando a tocarse entre las piernas. Suele venir sólo uno. Sé que está ahí porque siento su aliento hediondo en la nuca. Después siento una mano grasienta en mi pecho y me da asco pensar en las manchas en las sábanas, en el olor acre que habrá mañana en la habitación, en tenerle dentro. Pega su barriga a mi espalda. Me tira del pezón. Duele y me dice que me calle. Me callo. Su otra mano baja entre mis piernas y me callo. Sé que estoy mojada. Ríe, echándome el aliento. Me gira la cara hacia él. Odio mirarle. Se acerca a la nariz la mano que tenía entre mis piernas, me abre la boca y me la hace lamer. Me escupe en la boca. Me separa las piernas y se pone encima de mí. Frunce el ceño mientras intenta hacer diana. Cambia de opinión y me coloca boca abajo. Levanta el culo, me coge del pelo, me tira de él. Le cae sudor por el pecho y su barriga golpea mi espalda. Me da mucho asco. 

Seguirá follándome cada vez que quiera, porque es lo mejor que merezco.